Txitxi
07/08/2011, 12:41
Planeta Modular:
Aparece en nuestro televisor, nos asalta al pasar cerca de unos grandes almacenes, continúa desde teléfonos móviles, retumbando en los auriculares excesivos del compañero de vagón de metro, nos persigue en bares y terrazas, en ascensores, en tiendas, en nuestra propia casa. La peste no ha cambiado en su larga vida medida ya en siglos. Pero conoce hoy nuevas formas para infectar al hombre.
Así propagada la epidemia se extiende sin límites. No la trasmite el bacilo Yersinia pestis como antaño, pero su vehículo es casi tan antiguo como la terrible bacteria: el dinero. A lomos del ansia de notoriedad y de la voraz codicia, los modernos prometeos se elevan como modelos sin fisuras, de astucia perfecta y cualidades únicas. En su honor se levantan altares por doquier, los más en la intimidad de los hogares, y como ofrenda se les agradece con monedas y billetes. Su obra es pulida y hermosa, devuelve el ánimo al desesperanzado y llena de valor al inquieto que busca motivos. Deslumbrado, el humano corriente acepta la grandeza inasequible, y le rinde tributo y pleitesía, y venera al icono. ¡Tan grande es la distancia de los semidioses con la realidad cotidiana!
Se conocen casos de individuos infectados que han superado esta forma contemporánea de peste negra. A tenor de su relato, sabemos que la distancia no es tal, que los héroes del Olimpo actual son puro brillo cegador pero carecen de sustancia. Su habilidad no es otra que, precisamente, mantener las conciencias veladas. Al lograr inocular su enfermedad en el mortal común consiguen alzarse como gigantes dotados de amplios poderes. Pero liberados de la enterobacteria los vemos en su esencia real. Formados por un mero trazo desvaído, solo aire y vacío, son seres de una repugnancia extrema, avaros hasta limitar su propia constitución física y motivados por un solo apetito: aumentar sin fin su despensa de metal precioso.
La revolución tecnológica de nuestro tiempo aumenta terriblemente sus posibilidades para confundir y encandilar. Igualmente ocurre con el número de personas sometidas, la multiplicación de canales de contacto y lo íntimo de la relación hacen de la infección un hecho tan masivo como inexorable. Estos seres oscuros y maléficos tienen diferentes esferas de actividad. Desde el mundo académico los oímos pontificar y sus razones son tan elocuentes y complejas que nada podemos oponer a una explicación de la realidad que asumimos como axioma. Diferentes líderes participan de la condición bubónica, pero sus ganglios inmundos quedan ocultos tras la aparente altura de su pensamiento político, sus hazañas incuestionables o la habilidad para gestionar complicadas estructuras. En cada dominio de acción humana los encontramos, pervirtiendo con su insidia la esencia del mismo y provocando que toda iniciativa en esa área tenga un único motivo mercantilista. Pero de entre esos campos de conocimiento y producción, aquel desde el cual el efecto mortífero se despliega con mayor virulencia no es otro que el arte.
Como expresión pura y específica de la condición humana, la creación artística es la cualidad esencial que distingue al hombre del resto de especies animales, es el producto ineludible del habla y de la memoria y la prueba incondicional de una sensibilidad irrepetible. Al ser infectada la creación humana por el vector de la enfermedad de la codicia y el dinero, queda desposeída de su sustancia elemental, y muere. Cuando el arte es cosificado, diseñado como un objeto más del tráfico mercantil e intercambiado con descuento, queda desnaturalizado. Convertida en mercancía, no solo la creación humana pierde su humanidad, sino que es el propio hombre quien deja de serlo, vaciado de su esencia a cambio de unas monedas.
Ese arte que se reproduce hoy sin límite, amplificado desde potentísimas antenas repartidas por cada calle y cada hogar, no es tal. Es una enfermedad. Una epidemia mortal que asola a la especie humana arrebatándola de lo que la es más preciado. Esta peste tiene cura, aunque quizá ya sea demasiado tarde. Su estreptomicina es la independencia y la libertad. Crear libremente haciendo desaparecer del proceso el número vendido o los ingresos a recoger. Crear independientemente sin sujeción alguna a las leyes del mercado. Esa combinación farmacológica ha sido probada con resultados esperanzadores, siendo capaz de exterminar de raíz los agentes patógenos, destruyendo definitivamente el falso mito. Pero requiere voluntad. ¿Queremos curarnos?
Aparece en nuestro televisor, nos asalta al pasar cerca de unos grandes almacenes, continúa desde teléfonos móviles, retumbando en los auriculares excesivos del compañero de vagón de metro, nos persigue en bares y terrazas, en ascensores, en tiendas, en nuestra propia casa. La peste no ha cambiado en su larga vida medida ya en siglos. Pero conoce hoy nuevas formas para infectar al hombre.
Así propagada la epidemia se extiende sin límites. No la trasmite el bacilo Yersinia pestis como antaño, pero su vehículo es casi tan antiguo como la terrible bacteria: el dinero. A lomos del ansia de notoriedad y de la voraz codicia, los modernos prometeos se elevan como modelos sin fisuras, de astucia perfecta y cualidades únicas. En su honor se levantan altares por doquier, los más en la intimidad de los hogares, y como ofrenda se les agradece con monedas y billetes. Su obra es pulida y hermosa, devuelve el ánimo al desesperanzado y llena de valor al inquieto que busca motivos. Deslumbrado, el humano corriente acepta la grandeza inasequible, y le rinde tributo y pleitesía, y venera al icono. ¡Tan grande es la distancia de los semidioses con la realidad cotidiana!
Se conocen casos de individuos infectados que han superado esta forma contemporánea de peste negra. A tenor de su relato, sabemos que la distancia no es tal, que los héroes del Olimpo actual son puro brillo cegador pero carecen de sustancia. Su habilidad no es otra que, precisamente, mantener las conciencias veladas. Al lograr inocular su enfermedad en el mortal común consiguen alzarse como gigantes dotados de amplios poderes. Pero liberados de la enterobacteria los vemos en su esencia real. Formados por un mero trazo desvaído, solo aire y vacío, son seres de una repugnancia extrema, avaros hasta limitar su propia constitución física y motivados por un solo apetito: aumentar sin fin su despensa de metal precioso.
La revolución tecnológica de nuestro tiempo aumenta terriblemente sus posibilidades para confundir y encandilar. Igualmente ocurre con el número de personas sometidas, la multiplicación de canales de contacto y lo íntimo de la relación hacen de la infección un hecho tan masivo como inexorable. Estos seres oscuros y maléficos tienen diferentes esferas de actividad. Desde el mundo académico los oímos pontificar y sus razones son tan elocuentes y complejas que nada podemos oponer a una explicación de la realidad que asumimos como axioma. Diferentes líderes participan de la condición bubónica, pero sus ganglios inmundos quedan ocultos tras la aparente altura de su pensamiento político, sus hazañas incuestionables o la habilidad para gestionar complicadas estructuras. En cada dominio de acción humana los encontramos, pervirtiendo con su insidia la esencia del mismo y provocando que toda iniciativa en esa área tenga un único motivo mercantilista. Pero de entre esos campos de conocimiento y producción, aquel desde el cual el efecto mortífero se despliega con mayor virulencia no es otro que el arte.
Como expresión pura y específica de la condición humana, la creación artística es la cualidad esencial que distingue al hombre del resto de especies animales, es el producto ineludible del habla y de la memoria y la prueba incondicional de una sensibilidad irrepetible. Al ser infectada la creación humana por el vector de la enfermedad de la codicia y el dinero, queda desposeída de su sustancia elemental, y muere. Cuando el arte es cosificado, diseñado como un objeto más del tráfico mercantil e intercambiado con descuento, queda desnaturalizado. Convertida en mercancía, no solo la creación humana pierde su humanidad, sino que es el propio hombre quien deja de serlo, vaciado de su esencia a cambio de unas monedas.
Ese arte que se reproduce hoy sin límite, amplificado desde potentísimas antenas repartidas por cada calle y cada hogar, no es tal. Es una enfermedad. Una epidemia mortal que asola a la especie humana arrebatándola de lo que la es más preciado. Esta peste tiene cura, aunque quizá ya sea demasiado tarde. Su estreptomicina es la independencia y la libertad. Crear libremente haciendo desaparecer del proceso el número vendido o los ingresos a recoger. Crear independientemente sin sujeción alguna a las leyes del mercado. Esa combinación farmacológica ha sido probada con resultados esperanzadores, siendo capaz de exterminar de raíz los agentes patógenos, destruyendo definitivamente el falso mito. Pero requiere voluntad. ¿Queremos curarnos?